¡Siente vergüenza! Enviarte sin permiso mis nudes a tu celular es abuso sexual

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Ilustración de Eloísa Casanova

Le di mi celular para que escogiera la música; unas horas antes me había tomado unas nudes y olvidé borrarlas. Cuando tomó mi celular, las vio —ahora pienso si esa fue la primera vez que revisó mi galería, porque no era la primera vez que yo le prestaba mi teléfono—. Lo supe de inmediato nada más al ver su cara: ese gesto nervioso y esas manos apuradas deslizándose por la pantalla son inconfundibles. Pero no pude reaccionar; o sí, mi reacción fue mirar hacia otro lado con nerviosismo.

¡Siente vergüenza! Enviarte sin permiso mis nudes a tu celular es violencia sexual
Ilustración © Eloísa Casanova

Cuando me lo devolvió, vi la notificación de que se habían enviado dos videos, pero cuando entré al chat, no pude visualizarlos. Se había mandado el contenido y lo había eliminado, así que, aunque aparecía la notificación de que estaban «enviando dos videos a su chat», yo ya no podía ver nada. Entré en pánico. Traté de mantener la compostura, pero mi cabeza iba a mil por hora. Apagué los datos en un intento por detener lo que fuera que hubiera quedado pendiente. Estaba aterrada, avergonzada. Jamás se me ocurrió que alguien pudiera traicionar mi confianza de esa forma. ¿Habría reaccionado diferente si yo no tuviera nada que ocultar? ¿La vergüenza habría sido la misma o imperaría el enojo? Apagué los datos del celular en un intento desesperado por detener la inminente ola que se me estaba viniendo encima.

Después seguí como si nada hubiera pasado —aunque estaba lejos de la tranquilidad—, pensando qué hacer. Pensando cómo solucionarlo. ¿Se había completado el envío? ¿Le dio tiempo de mostrárselo a alguien más? ¿Cómo iba a detener esto? ¡De pronto se me ocurrió una idea! Si lo enfrentaba con enojo, su respuesta sería enviarlo a otras personas; no iba a desaprovechar la oportunidad de alardear. ¿Estaba avergonzado o arrepentido? Los agresores, los narcisistas, no conocen esos sentimientos. Me acerqué a él para decirle que sabía lo que había hecho. Le sonreí para parecer amigable —en control—, que le permitiría ver los videos a cambio de que los borrara después y no hablara de eso con nadie. Le mentí, no quería que los viera, y fui yo quien se sintió humillada. Aceptó. Al final se fue del lugar y me agradeció. Me dijo sonriente: “me cumpliste un sueño que tenía”.

En la noche recibí su mensaje: era una captura de pantalla de su galería —estaban los videos, pero también las fotos y otras cosas que no quise mirar—. Decía que ya lo iba a borrar porque sabía que “no estaba bien” y no quería “que nadie más me viera de esa forma” —como si los dos compartiéramos el secreto, como si hubiera sido consensuado y no una violación a mi intimidad—. Agradeció “mi bondad” porque era “algo que había deseado por mucho tiempo y nunca se hubiera imaginado tener la oportunidad de ‘verme así’”.

“Siempre te cuidas tanto. Nunca dejas que nadie te vea, tu ropa siempre es holgada, así que cuando te vi de esa forma no me pude contener y me las envié todas”. Agregó que “que esto debía ser nuestro secreto si no ambos estaríamos en peligro”. Las náuseas subieron de mi estómago hacia mi garganta y devolví la rabia. Me sentí sucia. Le respondí que esas fotos habían sido tomadas en un contexto específico; fuera de ello, verlas asó me provocaban muchísima angustia. Dije todo esto con calma porque no quería molestarlo. Él invadió un momento íntimo de disfrute y gozo personal, pero yo era la zarigüeya fingiendo estar muerta para que su depredador no se fijara en ella ni le hiciera más daño. Le escribí “te quiero mucho”, con más odio del que jamás he sentido por nadie, y esperé que eso fuera suficiente para que de verdad borrara mis fotos. Si no me muevo, quizás pase de mí.

Le hice saber que yo sabía sobre su interés en mí, pero decidí ignorarlo, como he hecho siempre con cualquier hombre que no me importa. Es más joven que yo, y cometí el error de categorizarlo como inofensivo. Aunque también conocía sus precedentes. Hace unos meses había tenido comportamientos abusivos hacia otra chica y había mentido sobre ello. Yo sé que eso escala, que las pequeñas violencias siempre crecen cuando no se les enfrenta. Lo sabía y decidí ignorarlo.

Al día siguiente, cuando le compartí mi experiencia a una amiga (una de las tantas con las que he hablado desde que sucedió), le expresé mi vergüenza no solo por el contenido sino también por mi reacción, y ella lo comparó con el caso de la chica de la cafetería en Mérida: ante los gritos y señalamientos del catalán, le dijo “ok” y aceptó todas sus agresiones verbales para que él se calmara —fue el mismo sentimiento: “si no me muevo, quizás pase de mí”—. Lo comprendí, pero la vergüenza no se va.

¿Qué quiero al escribir esto? Principalmente, sacarme la vergüenza del cuerpo. Esa no es mía. ¿Quiero dar una solución? No. Quiero más bien continuar adelante y olvidar. Como olvidé la vez que un hombre me gritó “qué ricas tetas” por usar una playera pegada al torso; como el día que mi exjefe —dueño de una comercializadora de sellos autoentintables en Mérida— me acosó laboralmente durante un año y, al final, intentó sentarme en sus piernas a la fuerza; como cuando mi exprofesor de karate “bromeó” acerca de darme la oportunidad de masturbar a su perro y luego se disculpó —solo después de que alguien más le señaló que estuvo mal—, diciendo que en su país el humor es así y que lo sucedido era una “confusión entre nuestras culturas”.

¿Bajo qué contexto estaba ese contenido en mi galería? Es lo que menos debería importar. Era MI celular. Fue MI intimidad la que fue violada. Es MI cuerpo el que fue expuesto ante alguien al que nunca, bajo ninguna circunstancia, se lo hubiera mostrado. Eso es lo que importa aquí.

Y si estás leyendo esto, piensa bien que si hoy tienes una vida es porque yo he decidido no escribir tu nombre en este texto.

Por Laura Rodríguez


La Ley Olimpia Contempla sanciones de 3 a 6 años de prisión para quienes realicen estas acciones:

Exponer, distribuir, difundir, exhibir, reproducir, transmitir, comercializar, ofertar, intercambiar y compartir imágenes, audios o videos de contenido sexual íntimo de una persona, a sabiendas de que no existe consentimiento.

Si eres víctima, puedes denunciarlo: documenta las pruebas y busca apoyo en organizaciones como el Centro de Seguridad de la Iniciativa de Derechos Civiles Cibernéticos. También puedes reportar a través de la línea 088, la cuenta de Twitter @CNAC_GN, el correo [email protected] o la app PF Móvil.