Por Itzel Evia
Ilustración Yu Zhenlong
Dedicado a Jazmín y a Raquel
He estado pensando en la acumulación. Hace varios años, en Discovery Home & Health transmitían un programa de telerrealidad en el que visitaban a personas que denominaban “acumuladores obsesivos compulsivos”.
Recuerdo el hogar de un señor de la tercera edad que, amurallado de varios objetos entre recipientes de plástico, envoltorios, cajas y piezas de aparatos electrónicos, sobresalían la cantidad de periódicos y revistas apilados en columnas a lo largo de 34 años. La justificación de ese acopio en particular era con la intención de capturar la información en una computadora para generar un archivo digital.
Trasladarse de la puerta principal a su cocina implicaba una tarea logística que consistía en escalar entre las torres de basura de metro y medio, hasta llegar a la parte superior del marco de la puerta, el único espacio libre que, para entrar, requería gatear y arrastrarse hasta descender nuevamente y así, llegar a la estufa. Ir al baño era una hazaña que también requería planificación y podía tomarle hasta 30 minutos en ejecutarla. En el exterior, las toneladas de basura se esparcían por todo su jardín y rodeaban su colección de autos clásicos: 18 coches jaguar, de los cuales ninguno servía.
Me es familiar el programa, porque mis papás lo usaban con frecuencia para burlarse ante el desorden del otro:
—Hay que llamar a los del programa de acumuladores—, decía mi mamá cuando observaba los vinilos, CD’s de música, libros, libretas, revistas y todo lo que abarca ese campo semántico de colección de mi papá. Por su parte, mi papá le devolvía el argumento ante la ropa, telas, máquinas de costura, utensilios de cocina, objetos de belleza personal y una gran miscelánea que, por su parte, mi mamá guardaba.
Una característica de Acumuladores es que invitaban a especialistas de la salud mental a entrevistar a los protagonistas del episodio para indagar qué había detrás de esa compulsión por guardar todo. El señor de los periódicos espetó al psicólogo que su situación era más un problema práctico y no médico; remató su punto diciendo que no es que él acumulara; sino que la sociedad era eliminadora.
Me preguntaba si de llegar los productores del programa y traer a un profesional de la salud para entrevistar a mis papás, posteriormente podría explicarme porque mi papá compraba más libros de los que humanamente puede leer (y si de verdad pensaba leerlos) o porque mi mamá no se dedicaba profesionalmente a la cocina o a la costura, considerando su talento innato y que ya tenía todos los ítems necesarios.
Yo no consideraba que mis papás tuvieran un problema serio de acumulación, se mantenían dentro de los límites socialmente establecidos. Me parecía que su problema era otro: la hipocresía ante la acumulación ajena. Constantemente nos orillaban a mí y a mis hermanos a limpiar nuestros espacios, tirar o donar lo que ya no nos entraba o no utilizábamos. No arraigarse a ningún objeto, decían.
Mi mamá hacía un allanamiento a nuestra privacidad, revisando nuestros cajones más íntimos sin previo aviso, regañándonos si encontraba algo que le parecía perverso y obligándonos a tirarlo si era repugnante. En alguna ocasión, mi papá me dijo que solo me compraría una nueva mochila si accedía a regalar la anterior a una persona que lo necesitara y que, casualmente, él ya conocía.
Así me hice acumuladora de objetos que ocupaban poco espacio, fueran fáciles de esconder o que pasarían la redada de mi mamá, porque su significado sentimental era muy inocente. Por ejemplo, el dado de un juego de mesa que me gustaba mucho, fotos recortadas de la infancia, cartas de mis amistades más cercanas y souvenirs.
El señor vivía en la villa de Westcott, una localidad de Inglaterra que anualmente participaba en “Britain in Bloom”, un concurso que galardona la jardinería comunitaria de grupos locales, residentes y escolares. El comité vecinal había aislado socialmente al señor por considerarlo desleal a la causa, su jardín representaba el principal obstáculo para acceder al premio.
A mis 23 años, cuando decidí independizarme, me mudé al único cuarto estudiantil que podía costear, en 3 huacales acomodé mi biblioteca personal y en una cómoda toda mi ropa. Después me mudé a una casa y mis papás, me pidieron que terminara de llevarme el resto de mis pertenencias, puesto que ocupaban un espacio que ellos necesitaban.
La petición de desalojo se sintió como aquellas invasiones de mi madre, así que no lo hice. Por una flojera enmascarada de señal de protesta, las dejé ahí por varios años más. El día que por fin las fui a recoger les eché en cara el pequeño espacio que ocupaban y que si verdaderamente necesitaban más, debían empezar por hacer una limpieza de sus propias pertenencias.
Anteriormente, el Ayuntamiento de Westcott le ordenó al señor de los periódicos que limpiara su jardín, pero él llevó el caso al juzgado, se defendió a sí mismo y ganó. Fue así la sorpresa, que la resolución llegó a un noticiero local.
Entonces, los colonos le pidieron al cuerpo de bomberos que le hicieran una visita para alertarlo de los posibles riesgos de vivir así. Lo único que consiguieron fue instalar detectores de humo en cada habitación para que, en caso de incendio, tenga el tiempo suficiente para escapar. En una conveniente señal de paz, el comité vecinal le propuso bardear su jardín con tal de que los jueces de “Britain in Bloom” no notaran el desastre antinatural cuando caminaran por esa calle.
Eventualmente, el único vecino empático se ofreció a ayudarlo para limpiar su jardín poco a poco y si él quería, su casa también. Al darse cuenta que no iban a poder solos, convocaron a la comunidad para ayudar y en un giro inesperado, varias personas aceptaron formar parte del voluntariado comunal.
Con el tiempo le di la razón a mis papás en varios aspectos, su acumulación progresiva no me dejaba muchos aprendizajes, pero sus intenciones de no heredárnosla, sí. Como meta personal me propuse tener el número suficiente de objetos que entraran en un solo flete en caso de otra mudanza.
Hace un par de meses, decidí ordenar cada cajón y cómoda de mi casa. Así como limpiar del techo al piso, sabía que no iba a poder sola, así que hice una oferta habitual a mis amigas de confianza, si me ayudaban, yo patrocinaba la comida y las cervezas. Divertidas y provistas de una aspiradora y retazos de tela, aceptaron. Pude abrir aquel cajón de las fotos, cartas y recuerdos para despedirme amorosamente de lo que ya no era necesario.