Por Cinthia Yam
Ilustración de Melanie Rejón
No supe cuando el viento dejó de aullar ni las ventanas de crujir. Pero cuando se hizo de día me alivió saber que el techo aún estaba firme sobre nuestras cabezas.
Cuando el huracán Isidoro azotó la península, yo tenía 13 años y estaba en secundaria. Era el pleno auge de mi etapa obsesiva con la limpieza. A falta de una economía que me permitiera algo más gentil con la piel, siempre llevaba conmigo mi bolsa de detergente marca Foca. Me lavaba las manos antes y después de ir al baño, lavaba la llave del lavamanos también y la cerradura de la puerta. Me las lavaba cuando, por accidente, tocaba la mesa o la silla justo antes de comer. Me las lavé tantas veces que ahora la piel de mis manos parece la de una anciana. No ducharme un día era más que inconcebible para mí. Esa tarde, en que las ráfagas de viento de 200 km/h habían tocado tierra en Yucatán, yo no me había bañado todavía. El cuarto de baño estaba separado de la casa; había que recorrer un trecho del patio para llegar.

Miré por la ventana los dos bastiones que nos custodiaban, aun de pie: la palmera y la huaya. La primera no tiene mucha historia conocida, la sembraron cuando unas profesoras rentaron la casa de al lado para establecer un jardín de niños. Creció muy rápido. La segunda la plantó mi papá, y es la vara con la que ha medido sus años; le gustaba y aún le gusta dormir bajo su sombra, una de las cosas que aún le quedan. En julio solía ser la epocha de cosecha del fruto. Solían venderse veintenas de huacales.
No era el único gigante de huaya de la cuadra. En la esquina había otro, en el patio de la tiendita de don Fausto. Este árbol lo cortaron cuando yo iba en la universidad, pero aún sueño con él. Era más alto y delgado que el nuestro, con lo cual sus probabilidades de desplomarse eran mayores.
La flota del sur es la más abundante. Sus ejemplares son los más imponentes del estado debido a que la región recibe abundantes lluvias durante la temporada pluvial y cuenta con una red de agua subterránea que proporciona humedad constante a las plantas.
Las ramas de nuestros gigantes ya crujían en lo alto. Nunca he visto un árbol caer y espero nunca verlo. Mi reverencia es grande. Cuando se tiene vocación de reverencia a la imponente naturaleza, eso viene acompañado por un miedo de igual proporción a verla derrumbarse. Estaba aterrada, pero fue mayor mi obsesión; me cubrí con una bolsa de nylon y salí con una cubeta de agua y mi toalla rumbo a mi sagrado ritual de aseo. Mi madre no me detuvo, igual que nunca me detuvo en cada paso de la vida (y aun así no he llegado muy lejos).
El corazón se me salía por la garganta en cada embestida del viento, pero ahí estaba, semi-arrepentida, enjabonándome, rogando por mi vida y después parada en la puerta del baño, pensando cómo regresar a la casa.
El tronco de nuestro árbol de huaya está ligeramente ladeado hacia nuestra casa. La noche que Isidoro tardó en tierra no dejé de pensar en eso mientras las ventanas temblaban incesantemente y el viento aullaba como mal agüero. Intentaba dormir para olvidarme de esa angustia.
Mi perra se mantuvo echada debajo de mi hamaca. Mi mamá y hermanas observaban el cielo por ratos a través de una rendija que abrían y cerraban. Dijeron que se podía ver el ojo del huracán. Estaban emocionadas de que algo de esa magnitud estuviera pasando. Mamá se regodeaba de haber alcanzado provisiones a tiempo. A la media noche se escuchó un ruido sordo. Luego supimos que se trataba de un noble almendro que se había partido en diagonal.
Por la mañana, después de pasar la noche en duermevela, me di cuenta de que todo había terminado y respiré con alivio porque estábamos a salvo. Dejamos salir a las perras y al gato, el cual, con todo su pesar expresado en maullidos agresivos, había defecado por primera y única vez dentro de la casa.
Salí con mi hermana a recorrer calles aledañas para atestiguar la destrucción. Mi mamá nos encargó que fuéramos a ver como estaba Lupe, la muchacha que venía a lavar.
Lupe y su familia vivían en casas de guano: las tradicionales casas mayas con paredes de palos cubiertas con una mezcla de paja y tierra roja. Tenían también un árbol de huaya achaparrado de ramas y tronco ancho, no alcanzaba el tamaño de cuatro brazos de niños tomados de las manos. Este árbol estaba en el centro del caserío. En sus ramas solían colgar las piñatas durante sus amenas fiestas.
Mamá les había ofrecido nuestra casa de concreto para resguardarse. Ellos rechazaron la oferta. No se asustaron ni antes ni después de Isidoro.
Cuando acechamos por sobre la albarrada, la enorme mole del árbol estaba derrumbada con las raíces largas; algunas bulbosas, otras todas desgreñadas en el aire. Cayeron en el único espacio en el que no había un jacal.
Su peso dejó un surco de tierra a su alrededor cuando cayó, que ladeó las casas contiguas. Debajo de las raíces se dibujaba la boca siniestra de la tierra, en una circunferencia amorfa, de la cual, por el juego de sombras, no alcanzamos a ver el fondo. Pero el olor a tierra húmeda lo impregnaba todo, también los insectos, hormigas, escarabajos, otros bichos raros que no conocíamos salían de adentro de la tierra.
La abuela se acercó. Nos dijo que ahí abajo estaba una corriente de agua, y que si aguzábamos los oídos podríamos escuchar sapos. Sofía y Goya, las hermanas menores de nuestra amiga, correteaban en torno a la boca, jugando al pesca-pesca.
Los hombres se movían apresurados, llevando a cabo reparaciones. Cuando Lupe apareció nos contó que se la había pasado rezando y cantando alabanzas al son de los vaivenes de la tormenta. Previo a la caída del árbol, sentían la tierra levantarse bajo sus pies. Lo que hicieron fue tomarse de las manos y fingir que estaban en los juegos mecánicos de la feria, mientras le cantaban al “divino niño” y la última veladora titilaba antes de apagarse en la noche.
Aunque les pasó a ellos y no a mí, aquella imagen se volvió la materialización de uno de mis más grandes temores: Soy capaz de amar, extasiarme y temer a la naturaleza de maneras igualmente arrebatadas, aunque no lo parezca.
Desde entonces, me resguardo sobre el techo más firme que encuentro ante la mínima turbonada.
Agradezco haberme mudado a una ciudad donde no hay ningún árbol de más de dos metros, lo cual no es difícil en Mérida. Pero cada vez que visito a mi madre y salgo al patio, me encuentro con los dos firmes y ya ancianos bastiones que, crujiendo, se quejan de los años. Nuestro árbol ya no es fértil como antaño. Ya nadie viene a comprar sus frutos, y ha tirado un par de viejas grandes ramas.
La gente se ríe cada que un huracán nos toma el pelo. Yo suspiro de alivio a la par que comparto el meme en turno.