Por Matilda Ro
Se ha dicho mucho sobre el simbolismo sexual en la figura del vampiro, a través del folclor y las expresiones artísticas, y su capacidad para navegar entre las diferentes orientaciones sexuales. En el caso de las historias de Nosferatu y Drácula, los vampiros tienen como objetivo una mujer, Ellen Hutter o Mina Harker, por quien luchan contra todo, desatando caos y enfermedad a su paso.
El deseo del vampiro llega a un extremo violento, la mujer es siempre quien sede, mostrándose débil y vulnerable. La mayoría de las veces ha mostrado un papel menos que secundario y se limita a ser meramente la receptora de la pasión que desborda y arrasa. Sin embargo, en la nueva película de Robert Eggers, Nosferatu (2024), a mí me parece que esto no es así.
Firmada por quien se revelara hace diez años con THE VVITCH (2015) como uno de los impulsores del gótico moderno en el cine, esta nueva versión de Nosferatu tiene al personaje de Ellen Hutter como el corazón de su historia.
Ella quiere establecerse dentro de la norma, casándose con un buen hombre, un típico héroe sensible que busca comprar una casa para tener la “familia feliz”, sin saber que no tiene oportunidad contra la bestialidad del Conde Orlok (más adelante explico el por qué). Nuestra heroína es una mujer “demasiado lujuriosa” —y demasiado lujuriosa de una forma no normativa, queer, sadomasoquista y no monógama—. Ella lo sabe y ha luchado contra eso durante todo este tiempo.
A diferencia de las interpretaciones anteriores, donde la mujer sucumbe ante el monstruo para salvar a otros, la Ellen de Eggers toma una decisión consciente. Su lucha no es solo contra Orlok, sino contra su propia naturaleza.
Para analizar esta decisión, primero es necesario observar de cerca al vampiro en las adaptaciones cinematográficas previas a la de Eggers. Una diferencia clave entre el Conde Orlok y el Conde Drácula es que el primero es un monstruo en el sentido más absoluto, mientras que el segundo posee tanto rasgos monstruosos como humanos.
Mientras el Drácula de Francis Ford Coppola baila, viste bien y pronuncia la emblemática frase romántica: “He cruzado océanos de tiempo para encontrarte”, el Nosferatu de Eggers es rígido y su apariencia es grotesca —reflejando la asociación entre lo maligno y lo antiestético—, es brutal y desprovisto de romanticismo: “Soy un apetito”, responde él cuando Ellen le reprende por su villanía.
Mientras el vampiro interpretado por Gary Oldman resulta seductor, romántico e incluso atractivo, el que encarna Bill Skarsgård presenta rasgos inquietantes: la piel en evidente estado de descomposición y una mirada cargada de maldad.
Cuando Orlok aparece ante ella, después de todos esos años, Ellen dice: “Te sentí, arrastrándote como una serpiente en mi cuerpo”, y él responde: “No soy yo, es tu naturaleza”. Este vampiro representa lo que vive dentro de ella. Thomas Hutter, su esposo, es lo externo, una fachada, una válvula de escape que la protege de lo que la ha perseguido desde joven: su sexualidad. Ellen sabe que a eso se refiere Orlok y se asegura de afirmar con vehemencia que ama a Thomas, pero el monstruo le reta: “El amor es inferior a ti. Te lo dije, no eres de la humanidad”.
Aquí hago una acotación para complementar con algo que llamó mucho mi atención: Orlok ve un oscuro poder inhumano dentro de ella, esa la fuente de su fascinación. Ella, consciente de su poder, sabe que es la razón por la que el vampiro está ahí. Cuando entra en un estado de trance y desafía a su esposo, comparándolo con el Conde y exigiéndole satisfacción —“¿Por qué nunca podrás complacerme como él?”—, es ella misma, su propio apetito, lo que toma el control.
Desde la perspectiva freudiana, esto puede explicarse como una manifestación del Ello, esa parte instintiva y primitiva que busca satisfacción sin preocuparse por las normas sociales. Al final de la película, aunque ama a su esposo no se sacrifica por él. Su desenlace no es el de una mujer entregada al sacrificio por amor, sino el de alguien que se rinde ante sus propios impulsos.
Un ejemplo claro de esta diferencia es Mina en Nosferatu: The Vampyre (Werner Herzog, 1979), cuyo papel es breve y se limita a sufrir por Jonathan o temer a Nosferatu. Su entrega final es rígida, contrastando con la interpretación de Lily-Rose Depp, quien fusiona el placer con el dolor. Su Ellen no esconde el deseo; se abandona a él y muere en un éxtasis trágico.
A lo largo de la historia, cuando la mujer ha sido representada como un sujeto de deseo, se la ha convertido en monstruo: vampira, demonio, bruja, súcubo, encarnación de la femme fatale. Sin embargo, Ellen no es una devoradora seductora ni una criatura sedienta de sangre; es una mujer en conflicto consigo misma y con un pasado que creía enterrado.
El Conde se le aparece en sueños, donde, de acuerdo con Freud, se ocultan los deseos sexuales reprimidos. No es casualidad que los primeros minutos de la película sean oníricos y aterradores: el sueño, o más bien la pesadilla, le pertenece a ella. Y cuando finalmente el conde la mira, le dice: “Tú me llamaste”.
Al final, Ellen abraza su oscuridad: al aceptar a Orlok, se acepta a sí misma. Es el mismo desenlace que en The VVitch, donde Thomasin, tras ser acusada de bruja y ramera, termina asumiendo su destino. En Nosferatu, Ellen también es vista como una mujer perturbada, enferma y sobrenatural por su atracción hacia el mal, sus habilidades psíquicas, sus discursos contra el capitalismo y sus estallidos eróticos. Al final, a pesar del amor que sentía por su devoto marido, se entrega a sus deseos reprimidos y al mismo tiempo se rebela contra el papel de esposa sumisa y madre ejemplar que Anna Harding, su contraparte en la historia, representa a la perfección.